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Todos Somos Acapulco
Rob y yo volamos de Sacramento a San Diego, cruzamos a Tijuana y aterrizamos en la CDMX. Mis papás ya tenían el carro listo para la temprana mañana siguiente. Sólo cabíamos nosotros dos, todo el espacio ocupado de artículos que mis papás compraron y una vecina llevó, además de otra ayuda que Norma mandó para […]
Rob y yo volamos de Sacramento a San Diego, cruzamos a Tijuana y aterrizamos en la CDMX. Mis papás ya tenían el carro listo para la temprana mañana siguiente. Sólo cabíamos nosotros dos, todo el espacio ocupado de artículos que mis papás compraron y una vecina llevó, además de otra ayuda que Norma mandó para una amiga. Nos fuimos en carro para Acapulco, no estábamos solos muchos carros iban, esta vez no de vacaciones. Llevaban sus carros hasta el tope con víveres para la gente local. Camiones privados, además de los de la marina, iban también cargados de ayuda.
Al aproximarnos al pueblo de Acapulco, se empezaba a notar la tremenda devastación dejada por el huracán Otis de categoría 5, el pasado 25 de Octubre. Cientos de gente, en su mayoría familias enteras, esperaban en las orillas de la carretera, todos con la esperanza de obtener un poco de ayuda. Gente que perdió sus casas, sus camas y prácticamente todo, sin agua, sin luz, sin drenaje, sin trabajo. Carros y camiones se detenían y repartían agua y comida. La gente se formaba ordenadamente esperando su turno, ahí en el rayo del sol, junto a los árboles caídos.
Llegando a Punta Diamante, donde mis papás y nosotros hace apenas un par de meses estrenábamos un hermoso departamento para nuestro retiro, con la grandiosa vista al mar y a la bahía, con infinita tristeza veíamos con nuestros propios ojos los estragos del fenómeno natural que arrasó con todo.
Las calles que antes tenían camellones con frondosos árboles se encontraban llenos de ramas rotas y basura. En su mayoría, edificios, negocios y casas de todos tamaños, mostraban sus esqueletos ya oscuros y vacíos, con muebles en pedazos colgando de los balcones. Nuestro edificio, Velera, no fue la excepción. Este moderno rascacielos lucía como una obra negra pero con todo lo que antes estaba adentro destruido por todos lados. Las albercas llenas de restos de muebles y todo tipo de escombros. Aguas insalubres creando miles de mosquitos al ataque de todo quien llegara.
Al entrar vimos con alegría las caras familiares de los trabajadores que estaban ahí dándole, quitando escombros, recibiendo con una sonrisa a los que llegábamos, listos para auxiliarnos. Nancy, la encargada de la administración del edificio y yo nos abrazamos con el corazón. Muchos vecinos habían estado llegando a Velera con sus carros, algunos hasta con camiones enteros, llenos de ayuda. Vecinos coordinándose para ver quién iba primero y mandando lo más posible. Unas 300 despensas en bolsas listas para quien las necesitara estaban ahí en el estacionamiento. Gente afectada venía como podía a recibir la ayuda, no hay gasolina.
Bajamos todo lo que traíamos y con desesperación buscábamos el repelente de moscos, nos pusimos las botas de trabajo y subimos las escaleras hasta el noveno piso en medio del fuerte calor. Tuvimos suerte y la mitad de nuestro departamento había sido perdonado de la destrucción total, conservándose los muebles y cosas ahí. Mas del 90% de los depas quedaron con completamente destruidos.
El chavo que rentaba las tablas de surf en la playa vino a ayudarnos, Rob y Juan abrían paso entre los pesados escombros para llegar a las recámaras del final del pasillo. Quitaban los canceles con los pesados vidrios hechos añicos para rescatar nuestras cosas que por ahí estaban esparcidas, muchas ya rotas o enmohecidas. Entre los tres hacíamos de lado escombros, despegando cartones húmedos y demás de los muebles, pinturas y todas las cosas que sobrevivieron.
Para la siguiente misión, Rob y yo agarramos una bolsa con atunes y nos fuimos a investigar por la playa, en busca de la colonia de gatitos que entre algunas vecinas, voluntarias, mi hermana y yo habíamos llevado a operar. Un vigilante de Velera les daba de comer a diario. Los 10-12 gatitos estaban muy bien. Ahora muchos habían desaparecido. Con espanto vimos que la arena se había ido, ahora tenía una caída de casi 3 metros. El campamento tortuguero de al lado estaba partido en dos, se podían ver varias capas con los cascarones rotos. Cerca de ahí habían construido una empinada rampa de arena para bajar. La marea no estaba tan alta y pudimos pasar. Fuimos hacia el lado donde la entrada a la playa pública estaba. Ahora bloqueada con todo lo que te puedas imaginar, el restaurancito de ahí yacía con algunas mesitas y sillas de plástico apiladas en medio de un montón de desperdicios. Ahí encontré a Benny, hijo de Shakira, uno de los gatitos de playa. Hambriento y desconfiado comió una lata entera de atún. Dejo que lo acariciara un poco. Al otro día ya no pude bajar a la playa, la marea súper alta. Ni rastro de los otros, Shakira, su otra hija Sasha, y el travieso Piqué. Ahí dejé unas croquetas y con infinita tristeza deje todos esos plásticos y porquería ahí en lo que era la bellísima playa donde habíamos pasado tantos momentos inolvidables. Me regresé a seguir rescatando cosas para salir de ese desastre.
La noche que ahí pasamos fue momento para reflexionar. Contábamos con una lamparita que traíamos y dos linternas pequeñas. Seguimos la tarea de limpiar muebles hasta por ahí de las 11. Ni un alma en el edificio, oscuridad total afuera. La cocina no estaba destruida, por ahí había una botella de vino. Pusimos las 2 sillitas en el balcón del lado donde todavía había barandal y pusimos a Luis Mi en la bocina todavía con batería. Que mejor que la serenata de “Noche, Playa, Lluvia…” para escuchar el sonido del mar y recordar los buenos tiempos que pasamos con nuestros familiares más queridos ahí en Velera. Fuimos hacia la recámara que quedó y pusimos una cobija medio limpia en el colchón. No nos costó trabajo dormirnos, estábamos rendidos. Al otro día despertamos con mucho calor y con la muy desagradable compañía de muchos mosquitos que habían subido con nosotros entre viaje y viaje hasta el piso 9. Por ahí encontramos un cereal y unos Gatorade’s, nos dispusimos a terminar de limpiar por ahí y la ardua tarea de bajar las cosas que salvamos y nos íbamos a llevar. Íbamos a necesitar ayuda, necesitábamos varios viajes.
La gente de ahí está más que dispuesta en ayudar en lo que sea, solo por una propina. Los vecinos, así como nosotros les encomendamos las tareas pendientes para proteger los muebles que quedaron. También llegó Alicia, la señora que nos ayuda a limpiar el departamento. Había estado incomunicada, así como todo Acapulco, por más de una semana. Nos produjo gran alivio verla con su hermana, nos abrazamos. Se puso a limpiar sin agua lo que pudo, buscando rescatar cosas de entre más escombros a donde solo llegas por el balcón. Da miedo, ya sin barandal y con fuertes vientos, pero ellas se metieron a donde era un baño y con gusto le quitaron el polvo a las cosas de mi mamá. Unos colchones que teníamos, medio mojados y viejos estaban ahí parte del escombro, me pregunto si los íbamos a rescatar al igual que una mesita y 2 sillas oxidadas. Le dije q ya no servían y pregunto si podía llevárselas porque todo se había volado, junto con el techo de su casa. “Claro, y llévate lo que quedó en la alacena”, le dije. Ya le había mandado mi papá “un milagro” (mil pesitos) para ayudarla.
Mucha gente como Alicia estaba desaparecida, muchísimos pobres del pueblo de Acapulco siguen desaparecidos, tal vez para siempre. Vecinos del edificio preguntaban en el chat de los 250 colonos si alguien sabía del maestro de tenis, del señor que vendía los helados de coco en la playa, de las señoras de los masajes… no cabe duda que los mexicanos somos gente buena. “Rescaté mi exprimidor de naranjas, servirá para las mimosas cuando hagamos la gran fiesta de reapertura, ánimo vecinos!” Escribía alguien en el chat con su departamento totalmente destruido.
Las labores de reparación siguen sin cesar, los empleados de Velera son de los pocos afortunados, no perdieron su trabajo, excepto los del restaurante. Pero ahí están puestos para ayudar en lo que sea, para llevar tortillas a sus hijos a sus casas destruidas. Llegan incluso caminando desde sabe donde.
Rob y yo vivimos 2 días ahí, en medio de esta catástrofe y nuestra historia es así de larga. Podemos solo tratar de imaginar cómo van a ser los meses, probablemente años, siguientes para los Acapulqueños, ese pueblo que se ha partido el alma trabajando, haciendo de nuestros días de asueto un sueño. Nuestra historia se queda cortísima!
Es una tarea titánica levantarse de esta tragedia. Está claro que solo lograremos rescatar a nuestro amado Acapulco ayudando a los pobres, a la fauna y flora, a la naturaleza. Se necesitan muchísimos recursos, ayuda del gobierno mexicano e incluso del resto del mundo, para recuperar este paraíso. La ayuda debe de llegar con mucha urgencia y en abundancia. Se avecinan más problemas, muchos más. Esto no va a acabar con las muertes humanas y de animales que ya pasaron. Seguirá causando desgracias, enfermedades, contaminación del océano y todo el que dependa de él.
Tomar este viaje relámpago de emergencia fue la mejor decisión. Poner un granito de arena de vuelta a los millones de ellos que perecieron es la única solución.
También esta experiencia me hizo estar más orgullosa de ser mexicana. La calidez y solidaridad que nos caracteriza es impresionante. Estoy comprometida a conseguir más ayuda y seguir involucrada en este esfuerzo.
Les pido con todo mi corazón que nos ayuden a levantar al puerto de Acapulco, y una vez que vuelva a ser lo que fue, vengan a disfrutar de la maravilla que es este lugar.
Por Myriam Frausto