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Crónica de un corazón roto: amor, migración y género

Mientras esperas en la fila te desesperas, te aburres, puede ser divertido si vas acompañada de amigos; hasta que llega el momento de montarse y la emoción no se detiene.

Mafer Alarcón 20-05-2024 / 13:53:12

Recientemente se me rompió el corazón, yo lo rompí, una vez más… Como un eco de las emociones que me embargaban, recordé la metáfora de la montaña rusa: la anticipación, la emoción, el miedo y, finalmente, la caída libre. Mientras esperas en la fila te desesperas, te aburres, puede ser divertido si vas acompañada de amigos; hasta que llega el momento de montarse y la emoción no se detiene. No les voy a mentir, así me sentí cuando conocí a este hombre.

 

Después de vivir toda mi vida en México, hace unos meses me mudé a Nueva York –y bueno– mi llegada a la ciudad de la diversidad por excelencia no marcó precisamente el inicio de una búsqueda amorosa formal. Más bien, me encontré debatiéndome entre la curiosidad de explorar mi sexualidad en un terreno desconocido y los miedos arraigados que frenan el abrirme emocionalmente. Divertirme era la opción. ¿Quién me juzgaría en un lugar donde nadie me conocía? Pero también tenía la duda y el miedo que me impedían –rigurosamente– abrirme a salir con intención, ya saben, no solo por salir. Creo que esta dualidad es recurrente para nosotras, a menudo limitadas por expectativas sociales y personales.

 

Soy una mujer, morena y latina. Claro que me aterraba salir con un gringo y que me tratara de manera despectiva, por más feminista y decolonial que mi actitud se pudiera mostrar, muy en el fondo, de todos modos, me iba a doler. Después de hablar con muchas mujeres latinas en EE. UU., me di cuenta de que mi miedo no era individual, nadie quiere salir y que lo primero que te pregunten sea “¿Cuál es el estatus de tu Visa?”. Dejar el cobijo de tu país implica muchos retos, entre ellos enfrentarse en tus relaciones personales a la narrativa social política.

 

Lo conocí y después de una gran primera cita me subí a la montaña rusa, literal y metafóricamente, si saben a lo que me refiero. Estadounidense, guapo, rubio, ojo claro, un trabajo de ensueño y honestamente bastante carismático e inteligente. Despertó tanto mi interés como mis dudas, en broma mis amigos me decían que me dejé colonizar y yo en el fondo sí me lo preguntaba.

 

No funcionó. Yo me sentía lista para un viaje más largo, emocionada, en ese momento de la montaña rusa donde estás en la vuelta más alta y rápida llena de adrenalina aun, cuando sabía que tendría que regresar a México unos meses por un proyecto. Quizás fue eso o quizás algo más pero justo cuando parecía que él también estaba listo para ese viaje se dio cuenta que no. Sentí la caída libre y dejó de ser divertido, llegaron las náuseas.

 

Después de unas semanas de fiestas de las cuales no me acuerdo de todas las partes, seguidas malas decisiones, sexo de levantón de ego (sin funcionar) y mucho llorar, me doy cuenta de que mi corazón no estaba roto por él, sino por la ilusión de lo que podría haber sido.

 

 

Cruda y derrotada

Llorando en las escaleras de mi casa me di cuenta de que este dolor, sin embargo, no era nuevo ni único. Reflejaba un dolor acumulado, enraizado en experiencias pasadas marcadas por el racismo, el sexismo, el abuso y mis propias inseguridades. Me encontré cuestionando mis elecciones y aspiraciones, confrontando mi papel en la perpetuación de narrativas injustas.

 

Esta experiencia me llevó a reflexionar sobre la presión implícita en ser una mujer "exitosa" en todos los aspectos de la vida, incluidas las relaciones románticas. Hace unas semanas una amiga y yo hablábamos de lo insuficientes que nos sentíamos, del síndrome del impostor que cargamos por no estar donde pensamos que estaríamos a nuestra edad, de la presión que nos agregaba el “tener que ser exitosas profesionalmente” no solo porque la sociedad misma es más cruel con la mujer que no lo es, sino porque nos enseñaron que solo siendo una mujer extraordinaria podrás ser amada.

 

Como antes dije, soy una mujer muy consciente de la xenofobia y el estereotipo a los migrantes, una parte de mí no pudo evitar sentirse como el “lujo exótico” que un gringo pudo darse y en el que yo como estúpida caí, me hice preguntas como ¿le habrá dado miedo que yo solo quisiera la green? ¿no habré sido lo suficiente ante sus ojos?, incluso me descubrí haciéndome preguntas tan aspiracionistas que me di asco. Al final ¿cómo puedo jactarme de estar en la lucha decolonial si me sentía así? Sentí que había fracturado la propia construcción de mi misma.

 

Evaluando la situación la puse en la balanza de mis relaciones anteriores y no ayudó, tuve el sentimiento de “claro, otra vez”. Ha habido tantos hombres que me han hecho preguntarme si les resultó verdaderamente interesante o solo quieren sexo conmigo, tantos otros que se han alejado por mi carácter poco dócil y mis convicciones no negociables, tantos que han sentido que soy tan poco compleja como para pensar que si se portan a penas decentes me voy a enamorar. No me doy golpes de pecho. Claro que la he regado un chingo de veces también, pero en un contexto donde las mujeres enfrentan desigualdades sistémicas en el ámbito laboral, la violencia de género y la discriminación racial, el desafío de sentirse cómoda y segura en el amor no debe subestimarse, el sexismo tiene todo que ver con cómo vivimos nuestras relaciones románticas.

 

Por si no fuera suficiente

Las mujeres nos enfrentamos a una brecha salarial del 34%, aproximadamente el 57% de las mujeres trabajan en el sector informal, el 66% de las mujeres mexicanas mayores de 15 años han experimentado algún tipo de violencia, menos del 30% de las mujeres en áreas rurales son propietarias de la tierra que cultivan, el 39% de las mujeres adultas en México no tienen una cuenta bancaria, y así podríamos seguirnos en una lista interminable de retos a los que las mujeres nos enfrentamos; pero nadie habla del reto de sentirse cómoda en las relaciones… cómoda al enamorarse.

 

No es una trivialidad, creo que justo el discurso de “eso no es algo importante” hace que las mujeres nos sintamos bobas al sentir, porque ¿cómo vas a ser una mujer fuerte e independiente si permites que se te rompa el corazón? Y yo lo que pienso es ¡al carajo! Tenemos suficiente con toda la desigualdad y riesgo que vivimos como para también tener que lidiar con tantos pensamientos intrusivos injustos.


Enfrentando el caos

Me di cuenta de que alejarme de él no había sido lo doloroso, lo fue el sentimiento de insuficiencia. Y creo, sé, que me dolió que en realidad no lo podía culpar porque es completamente valido lo que él estaba sintiendo; yo puse a mi corazón en una situación de riesgo cuando conocía las primicias. Pero no me voy a permitir castigarme por ellas, porque también valido lo que sentí y estoy cansada de sentirme culpable por haber abierto mi corazón una vez más.

 

Sin duda, es un mundo de tanto caos para nosotras: la sociedad patriarcal nos dice que una verdadera mujer es exitosa y competitiva; la cultura del abuso nos enseña a sentirnos frágiles y expuestas cuando se trata de sexo y el racismo nos dice que, si no cumples con los estándares de belleza, de clase o incluso migratorios entonces vales menos. Y en realidad, no sé cuál sea la fórmula para dejar atrás estos pensamientos intrusivos, pero creo que reclamar nuestra capacidad para amar intensamente se convierte en un acto de resistencia y de liberación. No somos perfectas y no serlo es nuestro derecho, negarnos a ser reducidas a expectativas y estereotipos. Atrevernos a ser vulnerables, a amar profundamente, a pesar de las heridas y que en cada fragmento, encontremos la fuerza para reconstruirnos, para reinventarnos, y para afirmar nuestra valía. Y si el dolor regresa, siempre podemos hacer la crónica de un corazón roto.

Mafer Alarcón